I - Las viñetas
Gallego y Rey fueron los primeros que el viernes 15 de septiembre se hicieron eco desde su sección del diario El Mundo de la programación del documental 'No me llame Ternera' en la sección Made In Spain del Festival de Cine de San Sebastián. Pocos días antes se había publicado un manifiesto que solicitaba que no se proyectara.
El lunes 18 Pablo García (asumimos que con guion de Javier Cuervo) publicó en La Nueva España una xatera adaptación astur de una de las imágenes promocionales de la producción de Netflix.Con posterioridada al estreno del pasado viernes 22 tanto Tomás Serrano (El Español) como Asier y Javier (Deia) publicaron tiras con muy dispar grado de incisividad y ayer domingo fue César Oroz (Diario de Navarra) quien sumó una visión bastante en línea con la asturiana.
No me llames Dolores, llámame Lola
por Arcadi Espada (El Mundo, 14/9/23)
Era 1991. Tenía 17 años. ETA asesinaba a diez personas, cinco de ellas niños, al hacer explotar un coche bomba en la casa cuartel de Vic. Al día siguiente, mientras se celebraban los funerales, dos de los autores del crimen fueron abatidos por la Guardia Civil en un chalet de Lliçà d’Amunt. No necesito mirar en Google para recordar sus nombres. Juan Félix Erezuma y Joan Carles Monteagudo. También recuerdo el de Francisco Mújica Garmendia, José Luis Urrusolo Sistiaga, Domingo Troitiño, Santiago Arróspide. Soy de la generación que creció con carteles de etarras en las estaciones de autobuses.
Del atentado de Vic son imborrables el abrazo entre dos guardias civiles ensangrentados y la carrera de un hombre que llevaba en volandas a una niña herida. En aquel estado de shock, muchos casi celebramos la muerte de los dos etarras. “No es bueno que reacciones desde el odio”, me soltó mi padre. Cuatro años antes, el atentado de Hipercor (21 asesinados) marcó a varias generaciones.
Uno de mis primeros trabajos periodísticos fue participar en la investigación para una serie sobre la historia de ETA. El encargo me lo hizo el documentalista Joan González, que me regaló la oportunidad de trabajar con Xavier Vinader, periodista de investigación y símbolo de la libertad de expresión. ETA asesinó en 1980 a dos ultraderechistas mencionados por Vinader en un artículo. Se le juzgó y condenó a siete años de cárcel por “imprudencia temeraria profesional con resultado de dos asesinatos”. Se exilió, sufrió atentados ultras, regresó, estuvo dos meses en prisión, y fue indultado por el gobierno de Felipe González. De haber habido Twitter, Vinader hubiese sido el gran blanqueador de la época. Para muchos de nosotros fue un referente. Aquella serie sobre ETA nunca vio la luz.
ETA ha estado muy presente en toda mi vida profesional. He entrevistado a un etarra arrepentido; a Jesús Eguiguren, el negociador con ETA que nos anunció el final de la organización; dos programas especiales coincidiendo con la tregua definitiva; la entrevista en Txillarre con Arnaldo Otegi. También he entrevistado a un pistolero de los GAL, al ex ministro José Barrionuevo y al ex secretario de Estado Rafael Vera, condenados por su vinculación en la guerra sucia contra ETA.
Hace más de tres años empezamos a trabajar con Màrius Sánchez para lograr entrevistar a Josu Urrutikoetxea, Josu Ternera. El dirigente de ETA es el testimonio vivo que más sabe de la organización terrorista, de sus años más salvajes y también de su final. Fue una conversación dura, áspera, tensa, y con un valor periodístico e histórico innegable.
Durante la entrevista, el líder de ETA oye términos poco habituales en su vocabulario: asesinato, mafia, atentado, cinismo. Se le recuerdan pasajes horribles de su organización, con imágenes de archivo que no tengo claro que hubiese visto antes. Y, por poner un ejemplo, a la pregunta de si recordaba lo que pasó el 19 de junio de 1987, no le vino a la cabeza el nombre de Hipercor.
Hace cinco años que Urrutikoetxea anunció la disolución de ETA. Hoy hay chavales que no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. Les aseguro que con el visionado de nuestro documental (se proyectará en el Festival de San Sebastián) muchos jóvenes descubrirán que no hace tanto en España podía estallar un coche bomba en el aparcamiento de un súper, o en una casa cuartel, o le podían pegar un tiro en la nuca a un concejal de un pueblo cualquiera. Les quedará muy claro quién fue aquel joven político de Ermua, y hasta que su asesino fue Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote, al que igual hasta han coreado sin saber quién era. ¿De verdad eso es blanquear? ¿Todavía estamos así?
por Antonio Muñoz Molina (El País, 23/9/23)
Defenderé siempre el derecho de Jordi Évole a mostrar su película. Con la misma vehemencia animaré a cualquier persona con sensibilidad y decencia a que no la vea
El olor a podrido es una alarma biológica que la evolución incrustó hace muchos millones de años en el cerebro primitivo de nuestros antecesores. El olfato percibe lo que no llega a advertir la mirada, y no precisa la lejanía del tacto, y previene de un peligro que captaría demasiado tarde el paladar.
He tenido un reflejo semejante al de mi pescado de Mallorca leyendo las cosas que se publican estos días sobre un documental que el periodista televisivo Jordi Évole le ha dedicado a uno de los más turbios asesinos de las últimas décadas en España, José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, al que me resisto a nombrar con su apodo oficial de verdugo, para evitar cualquier indicio de familiaridad, igual que me he negado siempre a decir o escribir Fidel cuando tenía que aludir al tirano Fidel Castro. La cantidad de sangre que ha derramado personalmente este individuo todavía no ha podido calcularse. El rastro de muerte, de sufrimiento, de terror que él y sus secuaces y sicarios y colaboradores y chivatos han dejado en nuestro país no llegará a extinguirse en varias generaciones. Cada muerto, cada herido, cada superviviente, ha tenido una vida, un nombre, una historia, un porvenir amputado o dañado para siempre. El que no ha sufrido en carne propia se puede permitir el lujo y hasta la jactancia de la ecuanimidad. Los que durante tantos años sacaron provecho político y económico de los crímenes terroristas y de la atmósfera de sometimiento que alentaban aprovechan ahora sus posiciones de privilegio para borrar la historia, para blanquear o justificar el espanto, incluso para volver invisibles y hasta culpables a las víctimas y convertir en héroes a los asesinos, gudaris de la patria, veteranos de lo que llamaban “lucha armada”. Lucha armada era poner una bomba en El Corte Inglés y matar a 21 personas que hacían la compra o pegarle un tiro en la cabeza a un hombre inerme que iba por la calle con su hijo de la mano, o a un columnista que volvía perezosamente de desayunar un domingo, con una brazada de periódicos. En otro momento glorioso de esa lucha, una bomba de 250 kilos activada a distancia provocó 11 muertos (entre ellos seis menores) y 88 heridos en el cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, el 11 de diciembre de 1987.
Ahora este así llamado documental va a presentarse con las galas propias del Festival de San Sebastián, y mucha gente, sobre todo asociaciones de víctimas, ha expresado su protesta, y ha llegado a pedir que se cancele ese estreno. Jordi Évole apela a la libertad de expresión, y argumenta que quienes rechazan de antemano su documental debieran esperar a verlo para dar su opinión. Defenderé siempre el derecho de Évole a mostrar su película: con la misma vehemencia animaré a cualquier persona con sensibilidad y decencia a negarse a verla. ¿Aplaudirá el público al final de la proyección, movido quizás, disculpablemente, por sus cualidades estéticas, el sonido, la fotografía, el lado humano del personaje? Precisamente en el Festival de San Sebastián, hace bastantes años, cuando Urrutikoetxea Bengoetxea y su cuadrilla de asesinos aceleraban la crecida de sangre, se estrenó una película basada en una novela mía, en la que había una escena, cerca del final, en la que un terrorista dispara a un policía, y no se sabe si lo ha matado. Justo en ese momento, durante una proyección de prensa, hubo un aplauso, sin duda no motivado por el fervor cinéfilo.
Ese era el ambiente. Por esos días, aquel mismo septiembre, una manifestación inmensa llenó las calles de San Sebastián con un grito explícito y unánime de sublevación contra el terrorismo. No “contra la violencia” como decían sanitariamente algunos: contra ETA, contra los asesinos, contra la cofradía inmunda de este individuo al que Jordi Évole ha considerado oportuno dedicarle todo un documental. Yo no voy a verlo, por la misma razón por la que no probé y aparté cuanto antes aquel plato de pescado en Mallorca. Conociendo trabajos anteriores de su director, ya puedo saber que una parte no escasa del documental tratará del propio Jordi Évole, en primeros planos en los que tendrá cara de interesado, de preocupado, de pensativo, de agudo observador, de interrogador incisivo, de adversario, de confesor, según. La cara de su invitado ya la he visto muchas veces en las fotos, con la misma repugnancia instintiva con la que se aspira un olor tóxico. Es una cara que pertenece a las fichas policiales de frente y de perfil; la cara que tal vez vieron por primera y última vez algunas de las personas a las que iba a asesinar, la que tuvieron muy cerca los policías y jueces en sus interrogatorios, la que provocaría y tal vez provoque aún espasmos de emoción entre los sórdidos admiradores del crimen. A las preguntas a las que tiene que responder Urrutikoetxea Bengoetxea no es a las de un periodista con vanidades de estrellato televisivo, sino a las de los fiscales y los jueces que siguen investigando muchos de sus crímenes todavía no esclarecidos. Baltasar Garzón miró a los ojos a este hombre desde el otro lado de la mesa, en un juzgado francés, y dijo que en ellos no había nada. Solo frialdad y sarcasmo. Óscar López-Fonseca contó hace unos días ese interrogatorio que tuvo lugar en París, en 1989, cuando por fin el Gobierno francés empezaba a corregir su política vergonzosa de amparo a los terroristas. A la fiscal adjunta que acompañaba a Garzón en aquel viaje, Carmen Tagle, Urrutikoetxea Bengoetxea la miró en silencio y la escuchó llamarle “valiente hijo de puta” en voz baja. Unos meses después Tagle fue asesinada.
Yo no me acordaba ya del nombre de aquella mujer valerosa. Gente como ella, insobornable y cumplidora, jueces, policías, guardias civiles, ciudadanos comunes que alzaban la voz y daban la cara cuando casi todos callaban y se escondían, nos salvaron del vendaval de crimen y del chantaje político de Urrutikoetxea y sus cómplices. Sobre esas personas es preciso que se hagan documentales, y que se estrenen con todos los honores en San Sebastián.
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