Cada generación tiene una inculturación política distinta, sin embargo. Y algunos nunca necesitamos ser progresistas para considerarnos decentes. La izquierda debe recordar que la derecha también tiene su memoria democrática. En el esquinazo de los ochenta y noventa, asistimos in vivo a un máster en ciencia política: los sueños de la izquierda revolucionaria habían sido algo más cruento que “el pasado de una ilusión”. Acto seguido, el nacionalismo desangrado en Yugoslavia parecía del todo desacreditado y desfasado en un momento de estirón de la unidad europea que, en el caso de España, dio cumplimiento al norte intelectual de varias generaciones. En fin: quien nació con Suárez iba a hacer la primera comunión con Fukuyama. No quiero que derramen el café: me ahorro citarles a Thatcher, Reagan o Wojtyla.
En esa educación sentimental para la política, uno podía incardinarse sin culpas ni dudas en una derecha que ya ofrecía, en España, una conjunción liberal-conservadora puesta al día. Algunas de las iniciativas de la derecha, de hecho, estaban en el aire de aquel tiempo: el adiós a la mili, la descentralización o las liberalizaciones podían haber sido obra de la izquierda. Como en los posicionamientos en política exterior o Estado de bienestar, había una trama de consensos: los fastos del 92, la cumbre israelo-palestina o la entrada en la OTAN no se vivieron como un éxito partidista, como tampoco lo hizo el espaldarazo de autoestima de entrar en el euro. ETA mataba a derecha e izquierda: ambas encarnaban a su enemiga, la España democrática. Nuestra propia formación bajo la Constitución sirvió para que también el centroderecha tomara aprecio de sensibilidades que le eran excéntricas: el papel del exilio en nuestra cultura, o una cierta tradición republicana. Esa educación, al fin, sedimentó en una costumbre: siempre fruncimos el ceño cuando alguien allá fuera se refería a la española como una “joven democracia”. Y al llegar la crisis, muchos pensamos que no era una crisis de modelo, sino de crecimiento. Hoy hay motivos para una mayor melancolía: algunos debates de ese tiempo, como la convergencia con Europa, se han esfumado. Otros —como Franco— tienen una presencia mayor.
Así las cosas, es como mínimo una anomalía levantar muros —palabra de evocación funesta— a la derecha. El muro busca el bloqueo político del centroderecha mediante su inhabilitación moral. No es la primera vez que se contempla: quizá antes se llamaba “cordón sanitario” y, en todo caso, antecede con mucho a Vox. Dicho de otro modo, para la excomunión cívica de la derecha no hacía falta una extrema derecha. Esto se vio, hace ahora veinte años, en el Pacto del Tinell que la naturalizó. Seguidamente, la legislación sobre memoria no se quiso limitar a una necesaria reparación humana e institucional: ha buscado anclar la legitimidad de nuestra democracia no en los debates del 78 —donde la izquierda no impuso sus tesis— sino en la vieja legalidad republicana. Hoy, la jaculatoria —dudosa de por sí— es “somos más”, como si eso fuera un salvoconducto o como si hubiera alguna virtud aprendida en la Historia en que media España se desentienda de la otra. Ante esta realidad, toda protesta es “crispación”, y todo el que la verbalice, “cayetano” o “facha”, cuyos significados abarcan cada vez tipos más extensos. El hecho de que hayamos visto una derecha montuna rodeando Ferraz confirma que está mal rodear las sedes de los partidos y las instituciones en 2023: también lo estuvo en 2012 y 2004.
Podríamos pensar que hay esperanza. Ironía on: si se negocia con la derecha independentista catalana, será menos gravoso acercarse a la derecha constitucional española. Si se habla con el partido del que fue fundador Pujol, podrá hablarse también con el partido del que fue contable Bárcenas. Así podemos seguir hasta cubrir todo el espectro. A buen seguro, el mayor cambio está en que, antes, izquierda y derecha pactaban programas con los nacionalismos y ahora la entente entre nacionalismos e izquierda se quiere pacto permanente. Y ahí alguien sobra. Es el muro. “Somos más”.
Ningún error de la derecha justifica la cuarentena de una realidad social inescamoteable. La izquierda no tiene la patente de la democracia española. Pensar que o actuar como si nuestra democracia tuviera un dueño es poco demócrata, ya sea por interés electoral, ya sea por una superstición que dice poco de una izquierda que se reclama ilustrada. Es una tentación que se debe desactivar desde la propia izquierda. Ser progresista ha constituido, para no pocos, una fe de vida: muy bien. Pero antes que progresista se es demócrata.
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