viernes, 29 de agosto de 2014

Lo que se esconde en la letra pequeña de las noticias


Desconcertante episodio de abusos sexuales el que se ha destapado en la población inglesa de Rotherham. ¿Cómo han podido permanecer indiferentes las autoridades durante tantos años ante tan masiva agresión que, además, acumulaba numerosas denuncias?

Pues una de las sorprendentes conclusiones de la investigación que finalmente ha destapado el actual escándalo es que algunos de quienes intervinieron tras las denuncias presentadas han confesado que tendieron a no profundizar en las pesquisas por miedo a que su interés en las prácticas del grupo de paquistaníes involucrado pudiera ser considerado racista. Curioso desarme frente a ciertos delincuentes potenciales de las sociedades que gustan presumir de bienpensantes.

No es ninguna novedad que otra faceta del mismo subyacente es que ciertas minorías han convertido su condición en un arma arrojadiza que esgrimen a la menor ocasión. Anteayer mismo una gacetilla que no hemos visto recogida en la prensa española narraba el aparentemente intrascendente episodio en el que un pasajero francés fue apeado a causa de su mal olor de un vuelo de American Airlines que partía del aeropuerto parisino Charles de Gaulle. Lo llamativo es que el afectado interpuso una denuncia contra la compañía por, seguro que lo adivinan..., comportamiento racista. Y a falta de un odorómetro que establezca de forma objetiva el nivel de tufo corporal que da derecho a los demás pasajeros a viajar libres del causante de la molestia, no sería raro que la aerolínea acabe teniendo que aflojar la pasta ante la imposible demostración de que ese fue el auténtico desencadenante del rechazo del pasajero y no el color de su piel. Es constatable como en la práctica, al menos en los juicios de bastantes medios de comunicación, se está imponiendo la inversión de la carga de la prueba: es el acusado de racismo el que tiene que acabar por demostrar que su comportamiento no lo fue.

El espinoso asunto de separar el auténtico y execrable racismo del invocado como parte de un falso victimismo nos introduce en otra interesante cuestión que ayer esbozaba Esteban Hernández en su columna en “El Confidencial”. Nos referimos al miedo a disentir públicamente de las corrientes opinión que los tan curiosos como complejos mecanismos sociales convierten en dominantes. Y ello incluso en casos en los que resulta improbable que sean mayoritarias (condición que tampoco concede patente de corso, ojo). Una de las interesante reflexiones que se hace de la mano del pensador Byung Chul Han en la citada columna es que, sorprendentemente, el auge de las redes sociales no ha servido de freno, sino mas bien al contrario, a esa represora autocensura.

La imposición coercitiva de ciertas líneas de pensamiento so riesgo de sufrir el ostracismo social, aunque caben hasta mediáticos linchamientos, es un asunto que ya ha llamado nuestra atención anteriormente. De hecho este blog identifica con la rotunda etiqueta “rompehuevos” las entradas manifiestamente contrarias a la “ortodoxia social aparente”. El mismo fenómeno que, como ya hemos advertido en alguna otra ocasión, está detrás del crecimiento de la adhesión a las tesis independentistas que se ha producido en Cataluña (algo que, guste o no, es un dato).

Pero constatamos que nos hemos metido en demasiados asuntos de calado que no cabe despachar con unas pocas líneas. Así que ejerciendo el mas noble de los avatares de las calientacosas como son las calientaneuronas lo dejamos aquí por hoy. Nosotros nos quedamos cavilando otra entrada sobre qué está haciendo nuestro sistema educativo para ayudar a los ciudadanos a gozar de esa excelsa libertad que es atreverse a manifestar las propias ideas.



Deberes para el fin de semana: mírese en el espejo con una intensidad pareja a la que le aplica Beri Smither desde una de las mejores portadas-mirada de la historia (ELLE, edición francesa, marzo de 1991) y atrévase a repasar cuales son las opiniones que no osa manifestar mas que en círculos muy próximos. O quizá ni eso.


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