Nos sorprendió que Álex Grijelmo dedicara La punta de la lengua El periodista y el juez: amenazar a un tribunal, nuestro anexo 1 de hoy, a un tema tan menor como es un rápidamente rectificado desliz verbal del presidente del tribunal que juzga al fiscal general. Pero advertimos que el incidente vuelve hoy con mucho más calado en el hiperventiladísimo artículo de Soledad Gallego-Díaz Un desprecio intolerable al periodismo que adjuntamos como anexo 2. El que pueda hacer que haga en versión El País.
Y hasta un tercer anexo tenemos esta semana, porque nos ha parecido interesante participarles el artículo de Luis Alemany Escuché, hace unos días, la palabra hortera publicado en El Mundo del miércoles.
Pasamos al Centro Virtual Cervantes. El Trujamán de esta semana es un texto de Lucas Martí Domken titulado Matrices y el Rinconte es la 153ª entrega de la extensa serie de Fernando Gómez Redondo El ajedrez y la literatura.
Francisco Ríos publica hoy en La Voz de Galicia Fructíferos epónimos, un interesante artículo que nos anima a enlazar también nuestro apunte Los epónimos de origen literario.
La recomendación de Fundéu De segunda mano, mejor que pre-owned invita a reflexionar sobre la preponderancia del lenguaje eufemísitico que propicia el desplazamiento del uso en inglés de second hand. Y a falta de suavizadora alternativa española a segunda mano, ¿cómo va a ser usted un segundón?, no es raro que triunfe el anglicismo.
Un perifrástico eufemismo también muy de moda abordó Pachi en su tira del diario Sur de jueves. Proseguimos ya con más humor para dar cuenta de que Pinto & Chinto aportaron una nueva pieza, su quinta, a nuestra colección de espadas de Damocles.
Cachitos
- El reconocimiento de los castellanohablantes como grupo atacado es un paso hacia la igualdad real entre lenguas y ciudadanos en Cataluña. En una sociedad democrática, ningún ciudadano debe ser humillado por hablar su lengua ni castigado por defenderla. La democracia se mide por la protección que ofrece a quienes están en desventaja. José Domingo en Odio a los castellanohablantes en Cataluña
La amenaza, según el Diccionario panhispánico del español jurídico, es el anuncio dirigido a otro acerca de un mal con entidad suficiente para infundirle temor. Un mal que el propio autor de la intimidación puede causar.
De acuerdo. Entonces, ¿qué podía temer Andrés Martínez Arrieta, el presidente del tribunal que juzga al fiscal Álvaro García Ortiz, al escuchar la declaración como testigo del periodista José Precedo, de elDiario.es?
Veamos el diálogo en ese punto:
Precedo: “Y aquí tengo un dilema moral bastante gordo, que tenemos todos los periodistas muchas veces. Y es que yo sí sé quién es la fuente de esta historia. La sé. No la voy a decir, por secreto profesional…”.
M. Arrieta: “...Una cosa es que no la diga, y otra cosa es que nos amenace con que la sabe”.
Precedo: “No amenazo a nadie. Digo que está el dilema moral de que hay una persona a la que se pide cárcel [por revelación de secreto], que yo sé que es inocente porque conozco la fuente, pero no puedo decir mi fuente. Es un dilema moral, no es una amenaza”.
Magistrado: “Así lo entiendo”.
Para empezar, al magistrado le faltó comprensión pragmática cuando interrumpió al periodista. Este no había amenazado con nada. Se limitó a decir que sabía quién fue la fuente inicial de la información según la cual Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña, había ofrecido a la Fiscalía declararse culpable, pagar una multa y eludir la cárcel. En efecto, Precedo hizo lo contrario: dijo que no iba a contarlo. Por tanto, la amenaza era incompatible con la afirmación inmediata de que, sea lo que fuere aquello que el redactor sabía, no se lo contaría a nadie; lo cual no se manifestaba a beneficio de inventario sino por el secreto profesional, algo sagrado en este oficio.
Entonces, ¿qué había en la mente del magistrado para que le surgiera el verbo “amenazar” tras escuchar al periodista? Eso no lo sabe nadie, quizás tampoco el propio juez si se trató de una reacción espontánea del subconsciente. Sí puedo contar qué habría tenido yo en la cabeza, ante una situación así: habría hablado de “amenazar” si hubiera sentido temor. Porque de eso habla el verbo “amenazar”: de infundir miedo. ¿Y qué miedo podría sentir yo, si fuera magistrado, ante la posibilidad de que un testigo contase una verdad que conoce bien? Ninguno. Pero si yo experimentara tal temor, ello tendría relación quizás con el evidente descrédito de la causa entera derivado de ese testimonio exculpatorio dicho con firmeza y conocimiento, y pensaría: “Vaya papelón, todo el tribunal aquí, los defensores, los acusadores, la Fiscalía, los periodistas, el público… y resulta que llevamos meses de instrucción y un montón de horas de juicio para nada”.
Pero la sangre no llegó al río. Precedo no reveló ni revelará la fuente, y el magistrado sacaba los pies del charco con esa frase afortunada: “Así lo entiendo”. Una forma de corregir la trayectoria que llevaba su inciso, pero también de comprender finalmente que un testigo clave estaba proclamando la inocencia del acusado.
Es la actitud de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo la que está causando un daño intencionado al periodismo, un daño grave y perverso. Los periodistas, como cualquier otro ciudadano, se encuentran sometidos a las leyes y están obligados a decir la verdad ante sede judicial. Y, si algún juez estima que ese periodista está mintiendo intencionadamente, tiene la obligación de abrirle el correspondiente procedimiento penal. ¿Qué sucederá en el caso hipotético de que el tribunal condene al Fiscal General por revelación de secretos? Ante el tribunal, todos los periodistas que declararon como testigos y afirmaron que podían asegurar que no fue García Ortiz el autor de la filtración habrían mentido. Pero el periodista no puede mentir ante un juez en su condición de testigo. De ninguna forma. Lo único a lo que está autorizado es a mantener el secreto de su fuente, un elemento esencial para la protección de informaciones delicadas.
Lo que ha hecho la Sala de lo Penal tendrá repercusiones muy serias en el ejercicio del periodismo y en la relación entre el periodismo profesional y determinados estamentos de la Justicia. La Sala ha abierto un proceso contra el periodismo, negando todo el crédito a los testigos periodistas. Debemos ser los propios periodistas los que aclaremos de una vez por todas que el ejercicio del periodismo no autoriza la mentira. Y que los jueces no pueden negarnos el prestigio en la misma condición que a la de cualquier otro testigo. Años y años de ejercicio profesional escrupuloso no pueden quedar barridos en un instante, destrozando la reputación de personas que han demostrado que ejercen su actividad con capacidad y aplicación relevantes. Años y años de lucha por mantener altos estándares del periodismo profesional no pueden quedar hundidos en unos pocos días por la falta de respeto de algunos jueces por un oficio que cada día necesita más la sociedad para sortear uno de los grandes peligros de nuestra época: inculcar en los ciudadanos la idea de que no existe la verdad.
Escuché, hace unos días, que una adolescente describió a otra chica con la palabra «hortera», la casi olvidada palabra «hortera» que, cuando tenía yo la edad de esa niña, era el reproche más empleado al final de cada día, quizá en competencia con «puta» y «maricón». También yo me llenaba la boca con la palabra «hortera», no soy inocente. ¿Podríamos ensayar una historia del significado de la palabra «hortera»? En esa época, «hortera» significaba estridente más que otra cosa, aunque también tenía un matiz clasista, como lo tenía casi todo en 1993, no cargaré esas tintas por un aplauso fácil. Creo que la generación de mis padres también usaba la palabra pero con el valor de «nuevo rico», «zafio», que era algo parecido pero no lo mismo. ¿Puede ser? Luego, el mundo se volvió menos claustrofóbico en sus códigos estéticos. La música disco, que nos parecía eso, tan hortera que nos dolía en los oídos, entró en un ciclo de recuperación a través del house y sus derivadas, y las imágenes de lo hortera se nos volvieron cotidianas en la MTV y en aquello que la gente llama cultura pop. Primero, como un carnaval tontorrón; después, como una forma de rebeldía. Igual que con «maricón» y «puta», hubo una inversión del significado: ser «hortera» se convirtió en algo bueno, un acto de resistencia y el gusto apolíneo se volvió complicidad con el desbarajuste del mundo.
«Hortera» podría haber cogido el vuelo intelectual de la palabra «kitsch», que no le queda tan lejos, pero resultó que no, resultó que en el siglo XXI, «hortera» y su uso político desaparecieron del lenguaje diario. O, más que desaparecer, se disolvieron en un mundo saturado de imágenes y se diversificaron tanto que dejaron de tener un significado concreto. Sí, el trumpismo es desafiantemente hortera, igual que el nacionalismo catalán de 2017 fue hortera de una manera más o menos naíf, cuando vendía el paraíso de la alegría de vivir. Hoy, no. Hoy Míriam Nogueras va vestida como una abogada de Uría y Menéndez y Sílvia Orriols ya no es disco ni house, sino que es emo y, como tal, vende un mundo medievalizante en vez de una fiesta de pirotecnia y vino joven. Bueno, diría que Gabriel Rufián aún juega a ser hortera como una manera de vender autenticidad. No le sale mal, ¿eh? ¿Quién habría adivinado que Rufián iba a ser, entre tantos caídos de la política de 2015, el que iba a sobrevivir y a hacer crecer a su personaje?
Los niños, hoy, son conservadores, está mil veces dicho, y vuelven a decir «hortera». Yo la uso poco pero su fantasma me acecha cuando elijo camisa cada mañana. A veces me sale y me da un placer raro, antiguo.



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