Anticipamos a nuestro ya habitual comentario de las palabras de la semana que casi siempre es sabatino, aunque alguna vez dominical, la glosa de nuestro favorito entre la veintena de términos en desuso comenzados con la letra d recopilados el pasado lunes por el suplemento Verne de El País.
Hemos
decidido convertirnos en promotores de la tan arcaica como curiosa palabra desopilante, un adjetivo que se aplicaba mas que aplica a lo festivo, divertido o que
produce mucha risa. El antecedente fino, en definitiva, del mas vulgar descojonarse que tantas mujeres utilizan contra natura, suponemos que a modo de reafirmación personal. También ellos se ponen histéricos contra toda razón etimológica, argüirán la malhabladas.
Y curioso sentido figurado el que adquirió la cura de la
opilación, un término que la medicina antigua aplicaba a cualquier obstrucción
de las vías del cuerpo, desde las que causantes de la hidropesía hasta la supresión del flujo menstrual.
Lo llamativo es que algunas de esas opilaciones eran deliberadamente provocadas por las damas del Siglo de Oro para fines que iban de cortar las menstruaciones abundantes a potenciar la extrema palidez al rostro tan de moda
entonces.
Para ello recurrían a un práctica ya documentada en la ciudad de Bagdad del siglo X y llegada a la corte de los Austrias a través de moriscos. La cosa consistía en ingerir barro, algo que normalmente se hacía dando pequeños mordiscos a búcaros, entre los cuales eran muy apreciados los portugueses, especialmente los realizados en Estremoz, aunque también existían pastillas edulcoradas preparadas al efecto. Esta costumbre aparece documentada nada menos que en “Las Meninas” de Velázquez en donde puede verse como María Agustina Sarmiento ofrece una de esas vasijas arcillosas a la princesa Margarita de Austria.
Para ello recurrían a un práctica ya documentada en la ciudad de Bagdad del siglo X y llegada a la corte de los Austrias a través de moriscos. La cosa consistía en ingerir barro, algo que normalmente se hacía dando pequeños mordiscos a búcaros, entre los cuales eran muy apreciados los portugueses, especialmente los realizados en Estremoz, aunque también existían pastillas edulcoradas preparadas al efecto. Esta costumbre aparece documentada nada menos que en “Las Meninas” de Velázquez en donde puede verse como María Agustina Sarmiento ofrece una de esas vasijas arcillosas a la princesa Margarita de Austria.
La opilación y subsiguiente desopilación forma parte del
núcleo de la trama de la pieza de Lope
de Vega titulada “El Acero de Madrid”
(1608) en la que el Fénix de los
ingenios hace su propia reescritura del romance «Niña de color quebrado, o tienes amor o comes barro». Y es que la
estratagema ideada por Belisa para encontrarse
con su amado era fingir una opilación para que un falso médico le recomendase consumir las aguas ferruginosas habitualmente prescritas contra ese mal, como las de la madrileña fuente “El Acero” que da nombre a la obra, y valerse de ello para encontrase con su adorado Lisardo.
Vamos a transcribir la descripción de los síntomas que hace
la enamorada al falso médico Belisario:
Siento una gran
soledad
de hablar y tratar con gente.
Allegóme a la ventana;
y aunque mucha gente veo,
no está allí lo que deseo,
y quítaseme la gana.
Aquí sobre el corazón
se me ponen unas cosas
que me quitan enfadosas
la vital respiración.
Cuando algo quiero gozar.
se pone en la vista mía
una cosa como tia
que no me deja mirar.
Digo como tia grande,
y como viva persona
que me cansa y apasiona
de que no mirar me mande.
Que no siendo con intento
de ofender á Dios, jamás
de esto de no mirarás
no sé que haya mandamiento.
Tras esto, la opilación
que esto me suele causar,
tampoco me deja hablar,
y apriétame el corazón.
Querría hablar, y no puedo;
mas ahora espero en Dios
que tengo de hablar por vos,
si desopilada
quedo.
Quizá convenga aclarar que la tal “tía grande” no es otra
que la hermana del padre de la falsa opilada que ejerce de perro guardián. Si gustan leer mas, sepan que el texto íntegro está disponible aquí.
Dado el apaño urdido, en la lopesca obra de teatro no ha lugar a pruebas diagnósticas,
pero Miguel Delibes se encarga en su novela “El hereje” de contarnos una de las
aplicadas a principios del siglo XVI. En ella es requerido el “médico de mujeres” al que el escritor vallisoletano dio
el ficticio nombre de doctor Francisco
Almenara por don Bernardo Salcedo para que reconozca a su esposa doña Catalina
de Bustamante. El objeto es averiguar por qué el matrimonio no consigue tener
hijos a pesar de sus años de convivencia marital. Para ello el galeno prescribe una
curiosa prueba diagnóstica consistente en
introducir en la vagina un diente de ajo pelado y proceder al día siguiente a
oler el aliento de la mujer. Si éste tiene trazas del aromático condimento,
como acaba por suceder en ese caso, no hay atasco y la mujer es apta para la reproducción, por lo que el defecto ha
de estar en el varón. Así que el ajo dictaminó que fallaba D. Bernardo.
A nosotros la propia prueba se nos hace terapia, porque
no dirán que no es un tanto desopilante.
Y la campaña en puertas. ¿Opilaremos o desopilaremos?
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