sábado, 11 de noviembre de 2023

La lengua en la semana 45/2023 (2ª parte)

 

Comenzamos esta bastante tardía segunda parte (enlace a la primera) con la campaña de eufemización lanzada desde La Moncloa que ayer fue objeto de un atinado comentario de Vicente Vallés (enlace vídeo). Impresionante esa conversión del otrora reprobado ‘relator’ en la kilométrica perífrasis ‘mecanismo intrenacional que tenga las funciones de acompañar, verificar y realizar seguimientos de todo el proceso de negociación’. Lo cierto es que el truco ha obrado reconversiones tan espectaculares como la de Angels Barceló.

Y una vez que con la Ser hemos topado, no podemos dejar de participarles un tuit que ha sido borrado sin explicación alguna, como es tristemente habitual en estos casos, en el que esa cadena aseguraba, cuando reinaba un total desconcierto (2:52 p.m.), que "fuentes policiales apuntaban un atraco como principal hipótesis" sobre el disparo contra Vidal-Quadras. Es tan increíble que pudieran dar con un policía que ante los primeros indicios se mostrara tan ingenuo que resulta un deber moral identificar esa fuente, porque en otro caso no queda más remedio que creer que simplemente se lo inventaron. 

Pasamos al lenguaje del humor con la tira de Asier y Javier del miércoles que ironizaba sobre la pretensión de no haber dado el brazo a torcer. Una expresión que, lo que es dibujada, solo teníamos registrada en una tira de Peridis del 31 de julio de 2012 con Griñán también negando el dislocado estado de su extremidad.


Puebla publica hoy una sanchesca escenificación del beso de Judas que, según el DLE, es el beso u otra manifestación de afecto que encubre traición. Recuérdese que esa muestra de afecto fue la utilizada por Judas Iscariote para delatar a Jesús de Nazaret en el Huerto de Getsemaní en el episodio evangélico de la Pasión que da paso al Prendimiento (más detalles en la Wikipedia).

Antón llevó a su viñeta de miércoles una de tantas frases atribuidas a Groucho Marx sin documentado fundamento: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados” (Politics is the art of looking for trouble, finding it everywhere, diagnosing it incorrectly and applying the wrong remedies).

Leemos que Barry Popik ha rastreado esa frase hasta encontrarla en 1930 en un periódico de Massachusetts que la atribuía al escritor y editor británico Ernest Benn, aunque formulada de manera algo diferente: "Politics is the art of looking for trouble, finding it whether it exists or not, diagnosing it incorrectly, and applying the wrong remedies". Henry Powell Spring también recoge esa cita en su libro de 1944 “What is Truth”, mientras que la primera atribución a Groucho Marx que está documentada se produjo en 1964 en el diario Kentucky New Era.

Nos vamos a El País de hoy en el que Max entra bastante a la brava en un debate traductorio de consiederable enjundia, como es el del título del ensayo de Erasmo de Róterdam impreso por primera vez en 1511 habitualmente conocido en español como Elogio de la locura. Una obra cuyo título original es Stultitiae Laus or Moriae Encomium. Y es que la palabra latina stultitia admite muchos matices, pero no contamos con la cualificación idónea para extendernos sobre ello. Sí advertiremos que Moriae Encomium es una dilogía que tanto puede interpretarse como elogio de de la locura (en griego moría) como elogio de Tomás Moro, que era el hospedador de Erasmo cuando escribió ese influyente ensayo 

Concluimos con unas interesantes observaciones traductorias publicadas el 27/3/16 por el dibujante mexicano Paco Calderón que recientemente las recordó en su cuenta de X.





PS - El artículo que hoy publica Lola Pons en El País bien merece un añadido, por más que nos parezca decepcionante la tibieza de la conclusión que entendemos cabía aminorar sin transgredir la premisa de no señalar expresamente. La rectitud es una identidad que nadie asume, pero hay bien diferentes grados de alejamiento y a partir de un umbral comienzan a pudrirse las democracias.

por Lola Pons Rodríguez

En los juegos de persecución de los niños, la convivencia vuelve a su cauce acabada la partida, donde nada real se apuesta, donde no ocurre lo que ocurre estos días en España


El uso verbal que ven en este titular se llama en los libros de gramática “imperfecto lúdico”. Es el tiempo en que los niños conjugan los verbos cuando quieren establecer el escenario de la acción que imaginan: “Tú llegabas y no me encontrabas y entonces yo podía volar y...”. Afortunado el lector que ha oído conjugar ese imperfecto hace poco. Cuando se establecen identidades usando ese imperfecto lúdico, ningún niño elige el papel de ser otro niño común: la fantasía prefiere la adquisición de identidades que son maravillosas en la mente de un crío (un Pokémon, pero también un panadero o una mamá), dotadas de cualidades admirables.

Una variante dentro de esos juegos de cambio de identidad es el llamado “juego de persecución”, establecido sobre una regla simple: unos son persecutores, otros son perseguidos; el juego consiste en que los persecutores apresen a los perseguidos, que tienen un recurso divino para protegerse: un espacio en el terreno del juego que permite la salvaguarda inmediata, ese lugar al que se apela gritando “¡casa!”.

Niños de todo el mundo han jugado y juegan a recrear persecuciones. Pero en cada lengua, tiempo y lugar han ido cambiando las identidades con que se nombra a perseguidores y a perseguidos. Tales identidades, curiosamente, no suelen ser maravillosas sino salidas de la realidad que circunda a cada infancia. Los nombres resultan inocuos hoy: a “polis y cacos” juegan los niños madrileños, a “poli-ladron” (con el acento en la a) juegan los niños andaluces y a “paco-ladrón” los de Chile, donde los policías son llamados pacos. El maniqueísmo es simple y jerarquizado en torno a ser de los que protegen la ley o de los que la vulneran.

Pero si vemos los nombres que se daba en otro tiempo a este juego, los resultados no son tan simples. Los dialectólogos que exploraron desde los años sesenta a los noventa del siglo pasado cómo era la forma de hablar de los pueblos de España preguntaban, entre otras cosas, por las denominaciones de algunos juegos. En algunos pueblos había nombres muy inocentes (“el ratón y el gato”) y en otros los niños habían simplificado el esquema (“los buenos y los malos”); la influencia del cine había hecho que los niños de los años sesenta ya se persiguieran con la identidad tan poco española de ser indios frente a vaqueros. Pero otras respuestas aportaban un legado doloroso de información histórica, porque los que habían sido niños en los años treinta y cuarenta decían haber jugado “a civiles y ladrones” o a “contrabandistas y ladrones”. Había pueblos en España donde este juego se apodaba “la montería” y había, por tanto, cazadores y animales, pero en otros lo llamaban, triste nombre, “jugar a la guerra”. Cada siglo tiene sus conflictos y los niños jugaban a estar dentro de ellos. Si leemos las memorias de escritores nacidos en el siglo XIX vemos cómo los niños españoles de entonces jugaban a “liberales y carlistas”. Mientras que, etapa a etapa, España consolidaba su particular tendencia al cainismo, los niños recreaban los bandos en liza dentro de sus juegos de carreras y persecuciones.

En los juegos infantiles, elegir a tus malos y dar el carné de bueno a los que están dentro de tu grupo ha dependido de tu zona y del tiempo en que te tocara crecer. Pero lo que en el niño es identidad aprehendida, de prestado, no debería funcionar en la vida adulta, donde la identidad que asumimos debería ser aprendida en diálogo con la propia conciencia. Si la etiqueta que nos ponemos (buenos, liberales, progresistas...) es un papel asumido con simpleza, nos acogemos a la servidumbre de lo postizo y no al dominio de la identidad.

Seguramente, en este cierre del artículo el lector espera que yo haga moraleja con lo que ha ocurrido en la política española de agosto a noviembre: que yo señale, por ejemplo, quiénes son los malos apelando a la laxitud de los principios en una política de apariencias; o que, al contrario, yo diga que puede haber bondad también en cacos o contrabandistas; o que avise de que quienes han ganado en esta última partida de pactos pueden ser perdedores en la siguiente ronda. Pero no puedo hacerlo, no quiero hacerlo. Estoy absolutamente asqueada de la deriva de este juego de persecuciones donde la rectitud es una identidad que nadie asume, harta de los desequilibrios y desigualdades, de las rabietas callejeras y de los que creen que gobernar es un juego.

En los escritos sobre comportamiento y desarrollo infantil, el juego de persecución se califica como “juego cooperativo”, porque, en efecto, lo es: se necesita que, como mínimo, dos personas quieran prestarse a asumir la identidad de persecutor y de perseguido. Pero hablamos de juegos de niños, donde la convivencia vuelve a su cauce acabada la partida, donde nada real se apuesta, donde no ocurre lo que ocurre estos días en España.



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