Todavía coleaba la palabra del año en la introducción de la carta del director de Pedro J . Ramírez publicada en El Español del pasado domingo con el título Fango y más fango: el año de las dos riadas. Una circunstancia que aprovechamos para reafirmamos en lo dicho en el apunte Lenguaje de la semana 50/2024: Apostamos sin reservas por la recién admitida por el DLE dana, no en vano vivimos en la era de las emociones y esta palabra connota ahora muy fuerte, aunque quizá sea fango, que tan buen pareja hace con la kakistocracia elegida por The Economist, la que mejor refleja en su doble uso en sentido literal y figurado el año que hemos vivido los españoles.
Marta Girabal trató en el Martes neológico la acepción de limbo, no recogida en el DLE, que el DEA (Diccionario del español actual) marca como literaria y define como un «lugar apartado o aislado, ajeno al resto del mundo». Con ejemplos de uso tan temparanos como el del 20 de diciembre de 1823 de periódico Águila Mejicana publicado en Ciudad de México, ciertamente va siendo hora de que los diccionarios incorporen la acepción de limbo probablemente más utilizada actualmente.
Álex Grijelmo publicó el primer día del año en la edición digital del suplemento Babelia de El País Los entrecomillados mentirosos. Un llamamiento a la profesión periodística, que encontrarán íntegro en el anexo de hoy, para que evite el peligro de transmitir verídicamente muchas mentiras con la práctica de evitar, en aras de separar información y opinión, valorar afirmaciones entrecomilladas que suelen contar con la presunción de veracidad de los lectores. Bien interesante resultaría encuestar qué fracción del público dio tal presunción a la burda mentira de Oriol Junqueras que pone como ejemplo. Y seguro que el posicionamiento frente al independentismo de los encuestados resultaría sumamente discriminante.
Con ser muy interesante observación la de Grijelmo, nos sigue pareciendo que el mayor peligro sigue procediendo de la descontextualización, cuando no intencionado corte de las citas, y la cada vez más extendida práctica de entrecomillar textos que nos son literales [1], no pocas veces con auténtica mala fe. El diario Sport ofrecía ayer una magnífico ejemplo de malintencionado trunca-miento:
En La Voz de Galicia, Francisco Ríos se ocupa hoy en El whisky que triunfa de las grafías en español del destilado que la RAE recomienda escribir güisqui, aunque el anglicismo crudo también esta recogido en el Diccionario.
Prologamos la sección de humorismo ludolingüista con la miserable anfibología con que la televisión pública atacó al digital The Objective en el programa de fin de año Cachitos. Eso con la directora del gran generador de falsedades que es El Plural, el medio que pretendió que el juez Peinado tenía dos dni, sentada en el consejo.
Pasamos ya al lenguaje del humor con la ironía de García Morán sobe ese perejil de todas las salsas lingüísticas progres que son tanto sostenible como resiliente. Sigue la viñeta de ayer de Ramón en que propone la aplicación de una de esas calificaciones a las mentiras de Sánchez.
Gallego y Rey propusieron el lunes una descorchadora espada de Damocles, tan heterodoxa que hemos dudado en llevarla a nuestra colección que sigue pendiente de que les participemos la sección de humor clásico. A ver si nos ponemos pronto con ello.Proseguimos con Santy Gutiérrez que ayer daba un anfibológico uso a la palabra carroza en una viñeta sobre las cabalgatas de reyes. Hoy es el apellido del presidente del Barça el que propicia el onomástico juego de Puebla.
Pensaba en ello al leer lo que Oriol Junqueras, dirigente independentista catalán, declaró el día de Navidad sobre el discurso de Felipe VI emitido la noche anterior: “No tenemos por costumbre escuchar los discursos de Felipe VI (…), un rey que el 3 de octubre de 2017 aplaudía las palizas que la policía había dado a los votantes del 1-O”.
Vi luego que una decena de medios, de todas las líneas editoriales, copiaban la frase sin añadirle el contexto informativo —no opinativo— que habría evitado el engaño. Es decir, sin precisar a continuación: “El aplauso atribuido por Junqueras al Rey no se expresó en aquel discurso, ni en ningún otro de Felipe VI”.
El público otorga presunción de veracidad a las afirmaciones de alguien reproducidas en un medio; aunque no sabemos si esta benevolencia durará mucho, a la vista de lo que se está viendo. Así que, cuando sobreviene la trampa, hará falta añadir a la noticia el contexto adecuado, sin el silencio cómplice que deriva en embuste.
Algunos políticos que mienten hoy en día con descaro lo hacen precisamente porque sus mensajes llegan sin filtro a los electores. Que eso suceda en las redes no tiene solución, pues esos tuits (o esos equis, no sé) pasan de emisor a receptor sin ningún intermediario profesional y honrado: sin un periodista. A su vez, quienes desempeñan este oficio han sido desacreditados antes por tales emisores —y a veces también por ellos mismos—, lo que allana el terreno a las falsedades.
Por eso debemos revisar el prurito de no intervenir en las noticias que contienen mensajes ajenos, sobre todo si estos no van a ser criticados en artículos vinculados con ellas. Esa distancia tenía sentido en los días en que existía un debate limpio, pero el principio de no intervención se quebró ya en los años noventa cuando empezó a espantarnos que algunos medios extranjeros llamaran a ETA “organización armada”, y no “banda terrorista”. Lo hacían para no juzgar en una noticia, pero con ello edulcoraban la realidad.
Frente a esto, añadir contexto informativo sin juicios de valor es un deber irrenunciable del periodista, y eso no acarrea la pérdida de imparcialidad si se aplica el mismo criterio a todos los entrecomillados manipuladores.
Imparcialidad, qué palabra. En un ambiente tan polarizado, este vocablo parece hasta extravagante. A quien habla de imparcialidad, de veracidad o de honradez intelectual se le mira ya conmiserativamente, una terrible consecuencia del tremendismo político actual. Incurren en él todos los partidos, aunque no en la misma medida. A mí me parece mayor en las derechas y en los independentistas, pero lo siento más odioso en las izquierdas (cuestión de sensibilidad propia, sin duda discutible).
Hoy en día, llenar los periódicos de entrecomillados que se reproducen de forma acrítica favorece la circulación de tergiversaciones como la de Junqueras; y los medios informativos responsables no pueden actuar como si fueran las redes sociales, donde la manipulación llega directa del emisor al usuario para competir victoriosamente con la realidad. Nos enfrentamos al peligro de transmitir verídicamente muchas mentiras.
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