Comenzamos con Origen y litigio de “pinganillo”, La punta de la lengua de Álex Grijelmo que adjuntamos íntegra como anexo en interés de quienes no puedan acceder a ella en la web de El País. Un artículo sobre la popular, y hasta jurídicamente disputada, denominación de los auriculares acuñada en 1980 por José María Fraguas, el hermano del humorista Forges conocido como Pirracas que trabajó como guionista, productor y realizador en TVE. Dispositivos, por cierto, no siempre inalámbricos, al menos en sí mismos, como postula la definición del DLE, puesto que muchas veces están conectados a un receptor más voluminoso, frecuentemente portado en la cintura.
No estará de más recordar que en marzo de 2016 ya publicamos un apunte titulado El pinganillo suscitado por el Martes Neológico que Sabela Fernández Silva dedicó a esa palabra. Una entrada en la que enlazábamos la divertida crónica del año 2011 de Antonio Burgos también titulada “El Pinganillo” que comienza con un recordatorio de una anécdota parlamentaria, hoy bastante olvidada, protagonizada por Miguel Boyer.
El propio domingo Puebla recordaba otra famosa afirmación de quien fuera vicepresidente del gobierno que no pocos sostienen que realizó tras la victoria socialista en la elecciones de 1982 pero que, como bien fecha el humorista de Abc, saltó a la fama en la campaña electoral de 1986. De hecho, Antonio Burgos se sorprendía en su columna de Abc del 31/10/85 de que una formulación algo anterior no hubiera sucitado comentarios periodísticos.
Anexo 1
Origen y litigio de “pinganillo”
por Álex Grijelmo (El País, 22/9/23)
La palabra fue inventada en 1980 por José María Fraguas, redactor de TVE y hermano del humorista Forges
Los diputados de Vox dejaron sus pinganillos sobre el escaño vacío de Pedro Sánchez, el día en que por vez primera se habló en gallego, euskera y catalán en el Congreso.
El actual sentido de “pinganillo” es muy joven. La palabra apareció en el castellano con el de “carámbano”, o pedazo de hielo puntiagudo; porque pinga (cuelga) de algún sitio y se forma mediante goteo (gotear también equivale a “pingar”). El diccionario del jesuita Esteban Terreros y Pando (elaborado a mediados del XVIII) lo recoge como equivalente de “frío” y “helado”. La Academia no lo refleja hasta 1927 (Diccionario manual), como sinónimo de “calamoco” (“carámbano que cuelga de las tejas”).
Su significado actual de “auricular inalámbrico poco visible” nació en 1980, inventado por el entonces redactor de TVE José María Fraguas, Pirracas, hermano del añoradísimo humorista Antonio Fraguas, Forges. Aquel periodista, y más tarde realizador, se refirió ante sus compañeros por vez primera vez con esa palabra al innovador aparato cuando se lo colgó de la oreja en una conexión desde el Festival de San Sebastián para hablar de la película Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón, de Almodóvar. Él ignoraba que el vocablo ya disponía de un significado, y lo formó de nuevas a partir de “pingar”. Y así se convirtió en un caso más de onomaturgia, o palabras de autor.
Algunos de aquellos pinganillos tenían un tamaño notable; hasta el punto de que una espectadora le dijo por la calle a José Antonio Martínez Soler, entonces presentador de Buenos días, de TVE, que era una pena que fuese sordo.
La nueva acepción no tardó en saltar a las antenas cuando alguien contaba que se le había caído el pinganillo o que oía instrucciones por él. Y así se popularizó hasta llegar al Diccionario en una de sus versiones electrónicas posteriores a 2014.
Pero diez años antes un avispado empresario zaragozano de productos electrónicos, Eduardo José Hernando de Liñán, decidió apropiarse del término para su uso comercial, y lo inscribió como marca el 28 de enero de 2004 con el número de registro 2579589. A partir de ahí lo defendió con uñas y dientes, y por eso tales aparatos se suelen anunciar como audífonos o auriculares. Fraguas recuerda que Liñán incluso le llamó a él a fin de reclamar para sí la propiedad de la palabra. Además, el empresario zaragozano conminó a un competidor que había registrado los dominios epinganillo.net, epinganillo.es y epinganillo.com –creados para distribuir ese tipo de auriculares– a que desistiese en el intento. De ello surgió un litigio que comenzó en 2012 en un juzgado de lo Mercantil y llegó hasta el Supremo, que lo resolvió en febrero de 2015.
Parte del duelo jurídico se estableció acerca de si ese nuevo sentido de “pinganillo” era de uso común, lo que cuestionaría su legitimidad como marca. El dueño de los dominios alegaba que sí, desde que en 1983 la usó un presentador de TVE, y aportaba recortes de prensa. Pero, ay, el Diccionario no la incluía cuando fue inscrita en el registro. El Supremo consideró no probado que la vulgarización existiera al solicitarse los derechos, y le dio la razón a Liñán.
Suya es la propiedad mercantil, pues, pero el vocablo nos pertenece a todos; igual que nuestras lenguas.
Busco cómo han traducido “pinganillos” los diarios en catalán, gallego y euskera. En gallego y catalán encuentro tal cual la palabra inventada por Fraguas. Y en euskera dicen entzuteko aurikularrak (auriculares de escuchar). Mejor los auriculares de escuchar que los de taparse los oídos, que preferiría Vox.
Nota: Nos parece interesante llamar la atención sobre el contraste entre la ecuánime introducción que hace Grijelmo y algunos burdos falseamientos de lo ocurrido como el realizado por Màrius Carol en su Elogio del pinganillo publicado en La Vanguardia del día 21. Enlazamos un vídeo en el que puede comprobarse que solo uno de esos dispositivos acaba en el suelo tras deslizarse desde el asiento al que fue lanzado, único con el que ocurrió tal cosa, por quien creemos que es el diputado por Barcelona Juan José Aizcorbe Torra (min 1:16). El vicio de mentir extendido incluso a cuestiones meramente accesorias.
Anexo 2
Koiné
Por Javier Cercas (El País, 30/9/23)
No lo duden: si España no hace suyo sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo
En una película de Billy Wilder, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?, un diplomático estadounidense aterriza en Italia y, mientras sale del avión, resopla: “Me parece bien que los extranjeros hablen lenguas distintas del inglés, pero ¿no podrían ponerse de acuerdo y hablar todos la misma?”. Recordé la escena leyendo las críticas provocadas por la decisión de la presidencia del Congreso de permitir el uso de las lenguas oficiales en la Cámara. Debo de ser el único no secesionista que no la considera una mala idea, lo que no me impide estar de acuerdo con algunas quejas de los críticos: la medida no se tomó por convicción, sino obligados por el nacionalismo catalán; no me convenció, en cambio, la objeción de fondo, según la cual España posee una koiné —una lengua común— y por tanto lo mejor sería usarla en exclusiva en el Congreso. Intento razonar mi discrepancia.
Una koiné no es obra del Espíritu Santo; la forjan los hombres, la historia. Ahora mismo el italiano es la lengua común de los italianos, pero en 1860, cuando el nacionalismo unificó el país, apenas un 2,5% de ellos la hablaba. Poco después, sin embargo, el Estado la impuso como koiné y volvió intrascendentes las demás lenguas. No fue una operación excepcional, pero sí tan útil que podríamos replicarla en la UE, sólo que en inglés, claro. Es verdad que, en España, el castellano ya es una koiné —aunque yo aún he conocido catalanes que no lo entendían—, mientras que, en la UE, el inglés todavía no lo es; pero poco le falta: no habrá muchos europeos cultos que no lo entiendan —de hecho, basta con él para viajar por todo el mundo— y en los países nórdicos todos lo hablan; si nos lo proponemos, en una o dos generaciones el inglés sería la koiné europea y las demás lenguas quedarían relegadas a una condición subalterna o irrelevante. ¿Lo queremos? En EE UU, muchos portorriqueños no aceptan cambiar el español por el inglés, como aconsejan el pragmatismo y los entusiastas del english only. ¿Lo aceptaríamos, incluidos quienes escribimos en español? Las lenguas no son sólo una cuestión pragmática: su uso involucra laberintos personales, afectivos, familiares, culturales; al seco utilitarismo todo esto le parecen flatulencias sentimentales, pero la historia enseña que es muy mala idea ignorarlo. Resolver el problema endiablado de la convivencia entre lenguas comporta, de entrada y en general —lo del Congreso es anecdótico—, ser respetuoso con las de los demás: es fácil entender la necesidad de una lengua común (sobre todo, si es la propia), pero suele costar más trabajo reconocer que los otros tienen asimismo derecho a usar con plenitud la suya; también implica despolitizar las lenguas, contra lo que ha hecho el nacionalismo desde su origen: fomentar el catalán no equivale —no debe equivaler— a fomentar el nacionalismo catalán. Pero, si de política se trata —que es de lo que se trata en el 99% de los casos cuando se habla en España de lenguas—, repetiré lo escrito hace poco en esta columna: el uso del catalán nos interesa a todos, pero sobre todo a quienes somos contrarios a la secesión; la lengua es el arma más poderosa para conseguirla, pero no se desactiva inutilizándola (cosa inmoral además de imposible), sino utilizándola para bien (para unir diciendo la verdad) y no para mal (para dividir contando mentiras). En otras palabras: el secesionismo no se puede refutar con eficacia más que en catalán, porque lo que se ha montado en catalán sólo se puede desmontar en catalán.
Por muchas trapacerías que hagan los nacionalistas, sigue pareciéndome saludable que la España real se reconozca lo mejor posible, también lingüísticamente, en el Parlamento de todos. No siempre es fácil dar con soluciones sencillas a problemas complejos (es lo que le reprochamos con razón al populismo). El de las lenguas lo es, y yo diría que, como tantos otros, no tiene arreglo si no encontramos un equilibrio —difícil, cambiante, inestable, escurridizo— entre lo común y lo propio, entre lo particular y lo universal. Por lo demás, no lo duden: si España no hace suyo sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo.
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